Una de las experiencias más terribles de la vida debe ser perder un hijo. Es algo antinatural. Lo esperable es que los padres precedamos a nuestros hijos en ese último viaje.
Especialmente en los años que ejercí la medicina, pero luego también, he sido testigo involuntario de ese inexpresable dolor. Recuerdo, por ejemplo, haber acompañado a un vendedor a la entrega del cuerpo de su hijo de 18 años, al que habían asesinado esa mañana para robarle un celular. Aún resuena en mi memoria el llanto de su madre. No solo al chico sino a la familia entera le habían arrebatado la vida.
Pero he visto también amigos que han podido superar esa situación límite y, tomados de la mano de Dios, seguir adelante. Mi querido Jefe del Servicio de Cardiología del Hospital Zubizarreta de Buenos Aires, el Dr. Yankel Plotquin, para ilustrar la extraordinaria capacidad del ser humano para hacer frente a todo con frecuencia me decía:
– Pablito, fíjate: hubo padres que enterraron hijos.
Hace unos días visité el cementerio de Santa Elena, una pequeña comunidad en la falda del cerro Azul Meámbar, frente al Lago de Yojoa, Honduras, por razones ajenas a pérdidas o fallecimientos. Sin embargo, una precaria inscripción sobre una tumba atrajo mi atención. Hablaba de un joven, Alex Joel, fallecido a los 34 años. Escrita a mano y con gruesas faltas de ortografía, me conmovió semejante declaración de dolor, aceptación y amor. En ese momento pensé en mis amigos que han perdido hijos, y sentí que, a pesar de su insondable tristeza, muchos -que son ejemplo e inspiración para mí-, se habían unido a esta madre en fe, afirmando “nada me faltará”.
© Pablo R. Bedrossian, 2018. Todos los derechos reservados.
Que diferente cuando nos identificamos con lo que importa:la vida nos la da Dios.
Que dolor es perder a quien amamos solo en El hay consuelo